ERAN
ÚTILES, PERO NO ÉTICOS
Cinco
experimentos psicológicos muy famosos que hoy nos asustarían.
La
imagen clásica del psicólogo es la de un señor con bigote o barba,
un tanto excéntrico, que habla a sus pacientes desde un cómodo
sillón.
La
imagen clásica del psicólogo es la de un señor con bigote o barba,
un tanto excéntrico, que habla a sus pacientes desde un cómodo
sillón orejero mientras fuma en pipa. Su consulta tiene muebles
antiguos, muchos libros y, quizás, algún que otro cráneo; pero no
es el único lugar donde trabaja. El señor en cuestión, además de
tratar a sus ricos pacientes, realiza
extraños experimentos en los sótanos de la universidad.
Ahora
que las consultas de los psicólogos están dominadas por muebles
blancos de Ikea y jardines zen parece que el tiempo en que se hacían
extraños experimentos ha quedado muy lejos pero, aunque a medida que
avanzaba el siglo XX fue cambiando la visión de lo que se
podía y no se podía hacer en las investigaciones psicológicas, la
regulación deontológica de la profesión no fue completa hasta
mediados de los 70.
Muchos
estudios psicológicos relevantes serían imposibles de realizar hoy
en día debido a los modernos estándares éticos
Hoy
en día todos los colegios y asociaciones de psicólogos cuentan con
su propio código ético que prohíbe expresamente –tal como recoge
el Código deontológico del Consejo General de la Psicología de
España– que las investigaciones psicológicas produzcan en la
persona “daños permanentes, irreversibles o innecesarios
para la evitación de otros mayores”. El
engaño, habitual en numerosos experimentos, también está
regulado,
cuando no prohibido en muchas asociaciones.
Estos
10 experimentos fueron grandes hitos de la investigación
psicológica, nos ayudaron a entender numerosas cuestiones sobre
nuestro comportamiento pero ni el más insensato de los
psicólogos los pondría en marcha hoy en día.
1.El
experimento del Pequeño Albert (1920)
En
1920 el psicólogo de la Universidad Johns Hopkins John
B. Watson trató
de demostrar empíricamente que el condicionamiento clásico –más
conocido como el condicionamiento Pávlov, pues fue demostrado por
primera vez en un animal de manos del fisiólogo ruso Iván
Pávlov– también
funcionaba en humanos.
Al
igual que Pávlov logró que su perro salivara al oír una campana,
pues asociaba el sonido de ésta con la llegada de la comida,
Watson trató
de que un niño asociara las ratas con el golpe de un martillo
sobre una lámina metálica, sin
pensar en el trauma que podía crearle.
El
pequeño Albert, que así se llamaba el niño, tenía tan sólo 11
meses y tres días cuando se inició el experimento. Tras comprobar
que el bebé no tenía ningún miedo natural a las ratas, pero sí a
los sonidos estridentes, empezaron a dejarle sólo en compañía del
roedor mientras sonaban los martillazos. Después de varios ensayos,
la sola presencia de la rata provocaba auténtico pavor en el niño,
que desarrolló fobias, también, a los perros, la lana o las
barbas, cuya textura asociaba al pelo de la rata.
La
intención de Watson era proseguir el experimento para hallar la
forma de eliminar en el pequeño Albert el miedo condicionado –aunque
no tenía ni idea de cómo iba a lograrlo– pero la madre del niño,
asustada ante lo que habían hecho, se negó a volver a dejar al niño
en manos del psicólogo. Albert
murió a los seis años, víctima de una enfermedad que nada tenía
que ver con el experimento, y
nunca sabremos si sus fobias habrían perdurado hasta la edad
adulta.
2.El
estudio Monstruo (1939)
El
psicólogo de la Universidad de Iowa Wendell
Johnson (en
la foto) trató de averiguar las razones por las que los niños
tartamudeaban experimentando con un grupo de huérfanos. El
psicólogo seleccionó a 10 niños tartamudos y otros 12 que hablaban
perfectamente y los mezcló en dos grupos. Uno
de los grupos recibió un refuerzo positivo –se les decía a los
niños que iban a superar la tartamudez, que no debían sentirse mal,
que era normal…– y el otro recibió un castigo,
independientemente de que los niños fueran o no tartamudos –se les
decía que era una vergüenza, que debían detener su comportamiento
inmediatamente, que no debían hablar si no lo hacían
correctamente…–.
Muchos
de los niños participantes en el estudio siguieron arrastrando
secuelas hasta la edad adulta
Mary
Tudor,
una estudiante de Johnson, fue la encargada de llevar a cabo el
experimento, y recogió en sus notas que, pasadas
cinco sesiones, los resultados eran evidentes:
muchos de los niños del grupo "castigado" que
hablaban bien antes ahora se negaban a hacerlo y mostraban
dificultades, mientras que los niños del grupo de refuerzo positivo
mejoraron notablemente.
Los
compañeros de Johnson fueron tremendamente críticos con su
experimento,
al que bautizaron como “Estudio Monstruo” y le convencieron para
que lo interrumpiera y lo ocultara. Tras finalizar el experimento,
Tudor siguió visitando el orfanato para atender a los niños a los
que había vuelto tartamudos, pero muchos siguieron arrastrando
secuelas hasta la edad adulta.
En
2001, después de que el diario Mercury
News publicara
un artículo que denunciaba los traumas psicológicos que todavía
sufrían los participantes en el experimento, la Universidad de Iowa
pidió perdón públicamente y le cambió el nombre a su clínica de
logopedia y foniatría, bautizada en honor a Johnson. En agosto de
2007 seis
de los huérfanos participantes en el experimento fueron indemnizados
por el estado de Iowa con 925.000 dólares,
debido a los daños emocionales provocados.
3.El
experimento de Asch (1951)
El
psicólogo polaco Solomon
Asch fue
uno de los pioneros de la psicología social. En uno de sus más
famosos experimentos pidió a un grupo de estudiantes que
identificaran en unas fichas, como las que ilustra este texto, la
línea de la carta de la derecha cuya longitud es igual a la de la
carta de referencia, a la izquierda. Parece fácil y, de hecho, lo
es. Pero ¿qué
contestaríamos si el resto de los participantes del experimento
eligieran al unísono otra opción?
Asch
trataba de comprobar el poder de la conformidad. Por ello, entre los
grupos de 7 a 9 estudiantes que participaron en el experimento sólo
un individuo, el sujeto crítico, actuaba conforme a su propio
criterio. El resto de los participantes eran cómplices y, a medida
que pasaban las tarjetas, cambiaban su elección según el criterio
de Asch, previamente establecido. Al principio, contestaban
correctamente, pero después empezaban a contestar de forma errónea.
Esto hacía que los sujetos verdaderos desarrollaran un profundo
malestar y acabaran
escogiendo la opción incorrecta el 36,8% de las veces,
aunque sólo cuando los cómplices estaban presentes.
El
experimento de Asch fue uno de los primeros que aportó evidencia
empírica a las teorías sobre el comportamiento de masas y el
conformismo del grupo, pero es probable que hoy no se hubiera
podido realizar de la misma forma, pues los
códigos deontológicos de las investigaciones psicológicas no
permiten engañar a los participantes sin su conocimiento previo,
sin informar, al menos, de que existe esa posibilidad, algo que
habría arruinado el experimento.
4.
El experimento de Robber´s Cave (1954)
Muzafer
Sherif,
Uno
de los fundadores de la psicología social, ideó este experimento
junto a su mujer, Carolyn
Sherif,
para estudiar el origen de los prejuicios en los grupos sociales. El
estudio se desarrolló en un campamento de los boy
scout situado
en el Parque Estatal de Robber´s Cave, en el que participaron 22
adolescentes varones de 11 años de edad. Los jóvenes fueron
divididos en dos grupos desde el inicio mismo del campamento.
Durante
una primera fase se consolidó la formación de los grupos, que
ni siquiera sabían de la existencia de otros niños, y se
consolidaron espontáneamente jerarquías sociales internas. Los
niños pusieron nombre a cada uno de ellos: The
Rattlers y The
Eagles. Tras
esto, los investigadores –camuflados como monitores del campamento–
empezaron a crear fricciones entre los grupos, a base de competencias
deportivas y gymkanas. La
hostilidad entre los grupos se hizo patente enseguida y,
de hecho, la segunda fase del experimento tuvo que zanjarse antes de
lo previsto por problemas de seguridad. En la tercera fase Sherif
introdujo tareas que requerían la cooperación de ambos grupos:
desafíos que necesitaban resolver ambas partes, como un problema de
escasez de agua o un camión atascado en el campamento. En cuanto la
cooperación se hizo necesaria las hostilidades cesaron y los grupos
se entrelazaron hasta tal punto que los niños insistieron en volver
a casa en el mismo autobús.
El
estudio es uno de los más citados de la historia de la psicología
social y fue un auténtico éxito, pero hoy en día jamás se
aprobaría su realización: los niños no fueron informados de su
participación en el experimento y fueron engañados del principio al
fin del mismo.
5.El
experimento de Milgram (1961)
Stanley
Milgram con su máquina de electrocutar falsa.
En
julio de 1961, el teniente coronel nazi Adolf
Eichmann,
responsable directo de la solución final en Polonia, fue sentenciado
a muerte en Jerusalén. Como muchos de los militares nazis, Eichmann
alegó que no sabía lo que estaba haciendo, pues sólo se
limitaba a seguir órdenes. Al psicólogo Stanley
Milgram,de
la Universidad de Yale, le asaltaron entonces varias preguntas:
¿podía Eichmann estar diciendo la verdad? ¿Eran
los militares nazis conscientes de lo que hacían? ¿Puede
una persona normal cometer barbaridades sólo porque la autoridad se
lo ordena?
Para
averiguar el papel que juega la obediencia en nuestro comportamiento
Milgram diseño un experimento en el que participaban tres personas:
un “investigador”, un “maestro” y un “alumno”. Los
“maestros” fueron reclutados a través de un anuncio en el que se
pedían voluntarios, remunerados, para participar en un “estudio de
la memoria y el aprendizaje”. Los “alumnos” eran estudiantes de
Milgram, compinchados.
Al
comenzar el experimento el “investigador”, un colaborador de
Milgram, se reunía con los dos participantes del estudio y les
hacía creer que estaba repartiendo los roles al azar. Tras
esto, explicaba al “maestro” que cada vez que el “alumno”
contestara erróneamente una pregunta tendría que apretar un botón
que le provocaría una descarga eléctrica. Cada vez que el “maestro”
castigaba al “alumno” éste simulaba que se retorcía de
dolor. A
medida que avanzaba el experimento, el "investigador"
iba pidiendo al "maestro" que
aumentara la potencia de las descargas y
el "alumno" iba elevando su interpretación, golpeando el
cristal que le separaba del "maestro", pidiendo clemencia,
alegando su condición de enfermo del corazón, gritando de agonía
y, a partir de cierto punto (correspondiente a 300 voltios),
fingiendo un coma.
Milgram
y sus compañeros pensaban que la mayoría de los “maestros” se
negarían a continuar en el experimento pasado cierto punto,
pero descubrieron que la insistencia del investigador para que
siguieran aplicando las descargas tenía un tremendo efecto sobre los
sujetos: el 65% de los participantes llegaron a aplicar la descarga
máxima, aunque se sentían incómodos al hacerlo, y ninguno se negó
rotundamente a aplicar las descargas hasta alcanzar los 300 voltios.
El
experimento fue todo un éxito a nivel académico y dio pie a
decenas de investigaciones, pero fue
muy criticado por lo poco ético del mismo,
algo que se puso de manifiesto dada la grabación de un vídeo
documental sobre todo el proceso. Los resultados del experimento, y
las reflexiones sobre este, fueron sintetizados por el propio Milgram
en su libro Obediencia
a la autoridad (1974),
un clásico absoluto de la psicología social.
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